MAMA, YA NO TENGO MAS AMIGOS.
Atardecer tormentoso. De verano.
Había salido como todos los demás, con el cabello mojado, escurriendo hilitos de agua por el cuello. Eso sí bien peinado y masticando un resto de bizcocho.Se reunían frente a Cinzano, allí donde la vereda cementada era ideal para un partidito de fútbol, los arcos imaginarios; seguros y sin vecinos que protestaran los pelotazos.
La vereda aún mantenía vestigios de calor. La tormenta apresuraba las sombras.
Y un sapo, un sapo verde, grande, respetable dejaba latir acompasadamente su garganta en un rincón.
De pronto la pelota perdió interés. Lentamente los jugadores se acercaron al indefenso batracio que en mala hora había abandonado las protectoras hierbas de algún terreno baldío. Alguien lanzó una piedra. Y luego varios. Pablo parece una estatua. Su corazón se le escapó del pecho y está dentro de la piel húmeda y resbaladiza del sapo. Acusa la injusticia. El golpe no merecido. La angustia del ser acorralado. Gritó y peleó, pero los demás enardecidos sólo empujaban y lanzaban miradas despectivas. Mantequita.
Escucho su carrera sin pausa por la escalera hasta el tercer piso. El timbre y su carita húmeda, angustiada, pequeña su boca en gesto doloroso. Se acerca. Me abraza y sus lágrimas saltan. Lo mataron mamá.Lo mataron porque no sabía defenderse. Yo no lo pude salvar. Ya no tengo más amigos, mamá.
Fue su primer dolor frente a lo inevitable.